De la diversidad agrícola y otras
resistencias a las corporaciones globales
Por:
Hernando Uribe Castro
Magíster en sociología. Candidato
a Doctor en Ciencias Ambientales
Miembro del CIER
Las
corporaciones globales han logrado imponer estilos de vida homogenizantes como
por ejemplo sucede con el consumo de alimentos globales que tienen
repercusiones directas en la nutrición de la población y la soberanía
alimentaria de los pueblos. Todo ello promovido por medio de estrategias -como
aquellas que en la década de los años setenta y ochenta del siglo XX
difundieron la Revolución verde y más
recientemente con los cultivos transgénicos
(o segunda revolución verde)-, que generan importantes ganancias para los agentes
corporativos.
Algunos
productos agroindustriales fueron masificados con fuerza por las
Multinacionales de la carne y el azúcar, e incluso expandieron cultivos para la
producción de agrocombustibles, integrados
a una política de derechos de propiedad que conllevó a la pérdida de la
soberanía campesina y el control-posesión-autoridad de las transnacionales sobre
toda la cadena productiva de los alimentos, iniciando desde la posesión de las
semillas.
Así,
la alimentación de los seres humanos no sólo se vio afectada por los cambios
climáticos globales sino también por el modelo económico que privilegió la
producción corporativa-industrial de comida, la destrucción de la sociedad
campesina y la tendencia creciente a la especialización económica de las áreas
en donde se impone el extractivismo y la monoproducción. A ello se sumó un
comercio global de alimentos industrializados, dinamizado por las ventajas que
ofrece la publicidad para incitar al consumo.
Se
está experimentando una estandarización de la dieta alimenticia que tiene como
consecuencia el exterminio de la diversidad agrícola y alimentaria. Incluso una
globalización de la dieta tiene efectos nocivos para la salud humana. El CIAT
lo ha señalado: “Más
gente está consumiendo más calorías, proteínas y grasas en base a una lista
cada vez más corta de los cultivos mayoritarios, como el trigo, el maíz y la
soja, junto con la carne y los productos lácteos” (OEI, 2014). Esto implica
grandes riesgos para la sustentabilidad en aquellas regiones donde su agricultura
tradicional se ha transformado.
En
Colombia por ejemplo, existen regiones superespecializadas en la extracción
bien sea de petróleo, de oro, el monopolio de la caña de azúcar y la palma de
cera: el valle geográfico del río Cauca y, más recientemente, en los Llanos Orientales,
se han transformado áreas megadiversas en espacios especializados en caña de
azúcar para agrocombustibles. Las ganancias de esta monoproducción quedan
concentradas en los agentes del capital agroindustrial, pero los estragos
ambientales como la contaminación de las aguas, del aire y la destrucción de
los humedales, los ríos y las cuencas hidrográficas sí se distribuyen sobre la
población. El Plan Frutícola promovido por el gobierno departamental del Valle
no ha logrado despegar y los cultivos como el maíz, el plátano, el arroz, la
soya, el sorgo, el frijol entre otros poco a poco han desaparecido del contexto
espacial de la zona plana. Solo basta hacer unos cuantos cálculos con los datos
que ofrece el Anuario Estadístico del Valle del Cauca para darse cuenta de
ello. Es decir, de cómo la diversidad agrícola en la zona plana representa hoy
tan solo el 35% frente a un 75% de la tierra cultivada en caña de azúcar.
Obsérvese
cómo la explotación de la tierra en el valle geográfico del río Cauca la hacen
unos agentes agroindustriales de monopolio cañero y no los campesinos: se tiene
una extensa agricultura comercial sin campesinos.
Frente
a esta tendencia homogenizadora, existen razones para la esperanza y un cambio
de mentalidad por cuanto las comunidades vienen resistiendo de distintas
maneras: trabajando por la soberanía de la producción propia de semillas y
alimentos; otros por el derecho de comerciar sus productos y poder habitar sus
territorios. En algunas zonas como el norte del Cauca, las comunidades
continúan promoviendo los huertos caseros y comunitarios; poco a poco la
agricultura urbana hace presencia en la ciudad; algunas personas resisten a
partir de la “revolución de la cuchara” transitando hacia las prácticas
vegetarianas y veganas; comunidades urbanas trabajan por el reverdecimiento de
la selva de cemento; otros, como las comunidades indígenas, luchan por la
liberación de la Madre Tierra. Poco a poco se forman más jóvenes en carreras
ambientales y afines al trabajo comunitario, participando políticamente en
organizaciones y movimientos políticos. La defensa y el amor por los animales
se toman todos los espacios juvenes y las redes. Toda una comunidad exige al
Estado más protección a la vida y la naturaleza.